Reflexiones

LA IZQUIERDA DE NOSOTROS

“Cuando los Dioses ya no existían, y Cristo no había aparecido aún,

hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio,

en que sólo estuvo el hombre”

Flaubert, citado por Marguerite Yourcenar[1]

Un sentimiento similar nos acompaña a nosotros. Mi impresión es que, de alguna manera, estamos en un momento muy similar al que se vivió por aquella época: se han caído nuestros propios dioses, que eran nuestras utopías, y no se nos “aparece” o no hemos creado un discurso de esperanza.

La gran aspiración de las izquierdas, en todas sus vertientes, se sostenía en la idea de que el hombre podía dirigir la historia hacia un destino en que los valores más preciados de la humanidad podían volverse realidad en una sociedad ideal. Los seres humanos, en un acto de libertad, podíamos construir algo similar al paraíso; imperfecto, pero parecido.

Esta era la raíz del optimismo antropológico de todas las izquierdas, que movió a miles de personas durante un gran período de la historia. Esa es la historia de la modernidad.

Desde la filosofía, de la historia o en los debates estrictamente políticos, muchos advertían que era una utopía imposible; pero en el fondo de nuestras convicciones pensábamos que si nosotros no lográbamos construirla, sí lo harían las generaciones futuras. Era sólo cuestión de tiempo, sujeta a condiciones, pero realizable.

Estábamos orgullosos de tener una utopía que, aunque nos dijeran que no podía cumplirse, nos impulsaba a la acción.

Durante la dictadura estaba claro qué nos movía y conmovía. La intensidad con que vivimos esos momentos –no obstante la brutalidad de esos años- es quizá la causa de nuestras nostalgias.

Como no hemos tenido nuevas historias con esa intensidad, con ese nivel de compromiso, parecemos veteranos que de vez en cuando se sientan a rememorar sus glorias pasadas. Pero esto nos está pasando -¡¡por favor!!- muy tempranamente en nuestras vidas.

Muchas de nuestras conversaciones actuales reflejan desazón, porque no hay grandes ideales que nos comprometan. No existen actos de heroísmo que contar ni que contarnos. Casi de inmediato surge un lamento por la pobre época carente de épica que nos toca vivir.

Pero esta es una falacia nuestra.

Esta no es la única época que ha debido enfrentar tantas incertidumbres. En la historia de la humanidad hay miles de momentos similares. Imaginemos las enormes angustias de los primeros seres humanos frente a sus desafíos cotidianos, o la que vivieron los pueblos mediterráneos con la veloz expansión de Alejandro Magno, o la inestabilidad durante las guerras napoleónicas o el escenario deprimente de las Guerras Mundiales del siglo XX. Imaginemos el Chile de la crisis del salitre y la depresión de los años ’30 y los mismos años de la dictadura. Todas ellas fueron épocas dramáticas, pero también apasionantes y vibrantes de creación. Alejandro es contemporáneo a Aristóteles, Napoleón es también la época de Beethoven y Hegel, y esos momentos del siglo XX fueron paralelos a los movimientos sociales, la conciencia democrática y la expansión de las tecnologías.

Nuestra época también es dramática y maravillosa; inestable y de gran creación. No tenemos claridad de adonde nos lleva todo lo que ocurre y cuál es la historia futura de la humanidad. Tampoco tenemos certeza de qué futuro dejaremos a las generaciones venideras.

No se trata de mirar la historia en la búsqueda de algún tipo de paliativos o consuelo. Me preocupan más las respuestas que se han generado en torno a nuestra pérdida de esperanza y de sentido.

Veo tres reacciones básicas.

La primera de ellas es la que llamo “la reacción cínica”: como se cayeron las utopías, para varios los valores y normas se han vuelto relativos. Se ha hecho realidad esa ironía que escuché a principios de los ’90: que se había agregado –me decían- una cuarta pregunta fundamental en la filosofía, es decir, a las preguntas de dónde vengo, a dónde voy, quién soy, se agregó “cómo voy ahí”.

Esto ha derivado en un par de fenómenos muy nocivos para la política. Uno es el surgimiento de una “izquierda oligárquica”, sujeta a las reglas duras del poder y que, en definitiva, ha ido perdiendo su alma y –por lo tanto- su legitimidad y capacidad de liderazgo. El otro fenómeno asociado a esta reacción cínica, en su faceta más nefasta, es aquél que ha derivado lisa y llanamente en la corrupción.

La segunda reacción es el escepticismo. Muchos optaron por alejarse de la política, porque dejaron de creer en la posibilidad de “cambiar la vida” y luego cultivaron una enorme desconfianza. El refugio fue la nostalgia.

La mayoría de ellos volcó esa enorme energía hacia sus actividades profesionales, otros han creado sus propios espacios privados. Da gusto ver el orgullo y entusiasmo con que están viviendo estos nuevos sueños, pero al mismo tiempo siento que en muchos de ellos se alberga un gran sentimiento de nostalgia. Una nostalgia por la pasión puesta en esos años y también porque estos proyectos no los viven en conexión con otros más grandes.

Hay una épica personal, que no ve cuál es su espacio público; y eso se echa de menos.

La tercera reacción es el discurso del resentimiento, de la impotencia y de la angustia, porque no logran alcanzar ninguna de sus aspiraciones políticas.

Ya no son héroes, sino mártires de una causa justa, pero impracticable. En ellos la derrota se transformó en una superioridad moral; es la ética de la derrota.

Estas tres reacciones no construyen esperanza ni sentido, menos aún ayudan a crear un proyecto de futuro.

¿Hay otra actitud posible? Sí. Creo que existe.

Quienes somos parte de la generación de los ’80 teníamos un gran sueño: derrotar a la dictadura. Y lo hicimos. Pero no nos hicimos cargo de cómo dirigir el país. Lo discutíamos, pero no tomamos ninguna decisión. Estábamos llenos de sueños, como unos adolescentes.

Nuestra paradoja consistió en que, cuando cayó la dictadura y conquistamos la democracia, paralelamente en el mundo cayeron los grandes metarelatos. Esas certezas que nos abrigaban de contenidos y nos proporcionaban pertenencia a espacios identitarios fuertes, dejaron de existir o se diluyeron.

Esos metarelatos se desvanecen por sus propios historias. La caída del muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética son los datos duros que rompen la ilusión comunista. Y en los ’90, a pesar del liderazgo progresista en casi toda Europa, la socialdemocracia sobrelleva otra crisis, por el fuerte liderazgo de Estados Unidos y la veloz expansión de las tecnologías, la globalización y la precarización del trabajo. Hay un mar de fondo que inunda un cambio histórico más grande. Así de real … y así de simple.

El desplome de una época trae inevitablemente aparejada la caída de sus convicciones, de sus paradigmas, y por tanto, de su marco teórico y de su ética. Es el desplome de cómo se encarnan los valores y de cuáles son los espacios de poder y liderazgo en que se fundará una nueva etapa.

En nuestro caso, existe otro cambio de fondo que debemos encarar.

Somos herederos de una izquierda que ha conquistado valores para la sociedad, que ha puesto su sello en lo que hoy reconocemos como lo mejor de la civilización y que transformó el sentido común de millones de personas. Muchos valores que apreciamos y con los que vivimos cotidianamente, son parte de esta tradición. No son inmutables, pero son parte de nuestras vidas.

Pero, en Chile, en los últimos 30 años, hemos sido herederos de una izquierda melancólica, que ha construido sus símbolos desde las derrotas y las frustraciones. Y esto ha llevado a que gran parte de la izquierda haya transformado, peligrosamente, la victoria en una utopía, en construcciones irrealizables.

Esa izquierda se siente incómoda en el poder, acomplejada; y necesita a ratos un gesto de autoridad para recapacitar y decir “sí, bien, está bien … esto es lo que hay que hacer”.

Sólo ahora, con Lagos, ese complejo puede quedar atrás. El fija un contraste con ese temple derrotista y resentido de nuestro mundo. No sólo ejerce autoridad y da gobernabilidad, rompiendo las monsergas con que se cargaba a la izquierda, sino que enfrentamos años económicamente críticos con solvencia, con paz social y sin ceder al populismo fácil. Todo eso es hoy parte del éxito de Lagos.

También somos herederos de una izquierda hegeliana. Nuestros ideales son los de una izquierda racionalista, que cree que existe solución para todo. La estructura discursiva de la izquierda sigue hablando desde la idea de que puede alcanzar un estado de cosas en que vivamos en igualdad y finalmente alcancemos la felicidad: esa es la idea central que inspiró a la izquierda en los últimos doscientos años.

En ese camino, la izquierda dejó de ser leninista, por su asociación a una ética de la dictadura del proletariado; pero aún quedaba Marx. Luego dejó de ser marxista porque sus categorías de análisis de la sociedad ya no eran útiles; aunque quedaban los valores que lo inspiraban. Pero sostengo que todavía sigue siendo hegeliana y metafísica, porque piensa que el triunfo de la razón en la historia puede permitirnos la construcción de una sociedad justa, igualitaria, libertaria.

La fuente última de la desazón radica en esa combinación: en una esperanza infinita que al final provoca escepticismo y resentimiento o deriva en un cinismo que, por frustración u oportunismo, se acomoda al poder.

Esto necesariamente genera un problema de identidad brutal. Mantenemos en lo grueso la retórica de la izquierda de la década de los ’60, que no es la nuestra, y tenemos una relación en general ingenua o acomplejada con el poder. Carecemos de la ambición necesaria para encarnar un proyecto realista de esperanza.

Creo que tenemos entre manos un enfoque distinto. Si dejamos complejos teóricos y la indolencia para decidirnos a formular un planteamiento nuevo sobre el modo en que estamos viendo el mundo y nuestra acción, podemos tener un nuevo discurso más atractivo y potente que el de ahora.

Quiero precisar, desde algunas provocaciones, cómo veo o sobre qué bases veo un nuevo discurso de izquierda. Son provocaciones deliberadas, para abrir una discusión. Pero también son provocaciones en las que creo; no son afirmaciones al vuelo. Estoy dispuesto a sostenerlas tenazmente, pero muy abierto a ser contradicho.

Mi punto de partida es que creo en una sana combinación de visión y ambición. Visión para trazar una política sobre cómo y hacia dónde vamos dirigir el país y ambición para asumir con fuerza y voluntad nuestra vocación de poder, sin complejos ni ambigüedades.

Partiendo de ése espíritu, quiero realizar cuatro exploraciones.

Primero, si no vamos a “cambiar el mundo” al viejo estilo, ¿qué esperanza representamos?

Vuelvo a un punto: una de las legitimidades de la izquierda ha sido su utopía, pero no es la única, ni siquiera la más importante. Su mayor legitimidad está asociada a sus historias de luchas sociales, de solidaridad y de dignidad por las personas. Cuando eso se volvía una política, ganó poder y legitimidad; cuando eso se volvía retórica, se desvanecía o eran flores de un día.

La esperanza no se sustenta sólo en una utopía; es otra la mezcla.

Nuestra esperanza no va a radicar en un “proyecto” a “conquistar”. La gente con razón mira de reojo esa noción de un “otro mundo”; sabe que algo no cuadra. Hay un sentido común histórico acumulado que ya no cree en eso. Ese no es un juicio conservador, que reniegue del cambio histórico. Al contrario, los seres humanos estamos quizás más abiertos que antes a crear e inventar, y la innovación es la mayor fuente de creación de riqueza. Y, sin embargo, la imaginación del futuro aparece como una amalgama muy distinta a la del un ideal utópico; con los pliegues y quiebres propios de la vida.

Concretamente, creo que si la izquierda no se decide a encarar el nihilismo de nuestra época más allá del racionalismo, no va a fundar un pensamiento auténticamente novedoso y transformador. Y más aún, será desplazada por las corrientes conservadoras.

Eso es lo que está ocurriendo ahora en el mundo: Juan Pablo II enfrenta el nihilismo desde una interpretación conservadora de la fé y de su tradición; Bush lo hace desde el poder desnudo; Bin Laden desde el islamismo radical; mientras la guerrilla colombiana lo hace desde su asociación con el narcotráfico y otras izquierdas latinoamericanas desde el viejo nacionalismo.

No tenemos un diálogo real, sustantivo, a fondo, con esa desesperanza metafísica ni con sus consecuencias políticas. Por eso creo que la lógica discursiva de la “izquierda metafísica” es fatal. No hace sentido, y tampoco traba realmente un quiebre o una contención con esa desesperanza. Se mueve en una órbita distinta.

A mi juicio, hay una tradición de izquierda más allá del racionalismo, que está en el trasfondo de su historia real, y que ha contribuido mucho a dar sentido a la vida, que tiene un enorme espacio para un diálogo honesto con quienes ven en el nihilismo una amenaza, esto es: los que viven activamente su religiosidad, los liberales progresistas y los emprendedores que se apasionan con la invención y el cambio histórico.

Esa tradición no la vemos ni está en el eje de nuestras reflexiones.

Nuestra esperanza se va a sustentar cada vez más en una orientación visionaria y en una ética que cultive valores sociales, y cada vez menos en una oferta paternalista del Estado. La seguridad va a radicar más en cómo abrirse a inventar el mundo, que en un discurso mesiánico con una gran oferta de futuro que la gente intuye no es verdadero. Y, definitivamente, la confianza se ganará cuando nos sientan viviendo los valores que declaramos.

Segundo, yo quiero una “izquierda realista”.

Me gusta más la épica del realismo que la épica del idealismo. Creo más en una política basada en la interpretación de las fuerzas y corrientes del mundo, en la habilidad de ver y forjar oportunidades y en las luchas que abren posibilidades; y creo menos en la política que declara valores que no logra poner en movimiento o que se construye desde una promesa mesiánica de tiempos mejores, de un futuro que difícilmente llega.

Yo creo que la historia de la izquierda está más cerca de esa épica del realismo, y que el idealismo es una enfermedad romántica de los ’60. Además, mi intuición es que la gente mira con recelo ese estilo político: lo respeta, lo mira con cariño, lo “idealiza”, pero a la hora de la verdad se contiene, porque sabe íntimamente que “las cosas no van por ahí”.

La sociedad no va necesariamente en un camino de progreso. Ya hay suficiente evidencia de aquello. La noción misma de progreso tiene un yerro esencial. No hay un curso obligatorio de la historia; no hay un destino. No hay un punto de llegada, donde vayamos a decir: esto era lo que estábamos buscando. Siempre estaremos en esa búsqueda … y siempre estaremos creando y configurando un horizonte distinto. Ese es el papel de los seres humanos, y una de las fuentes más esenciales de nuestra motivación política.

De momento, seguiremos enfrentando un mundo con convulsiones y riesgos. Nuestra promesa de futuro no se puede fundar en que eso tiene “solución”. La promesa real que nosotros podemos encarnar es que, en esa odisea, representamos el valor de la solidaridad y que tenemos una política eficaz y concreta.

La política mundial no se sostiene en los ideales de una globalización abierta. El paradigma de la globalización de los ’90, que se movía hacia el libre mercado en lo económico, a democracias en lo político y a libertades en lo cultural, está siendo reemplazado por duras disputas geopolíticas, por las tensiones entre estrategias económicas y por el refugio en las identidades religiosas y culturales. Estas fuerzas de la globalización nos acompañarán por un largo período. El paso a una especie de Leviatán global seguirá siendo lento y tortuoso.

Mi impresión es que nos está tocando ver cómo la democracia de Estados Unidos vive la tensión entre las fuerzas que afirman la necesidad de preservar sus formas democráticas y las fuerzas que consideran que no tienen más alternativa que transformarse en Imperio, al estilo clásico; de un modo muy similar a cómo la república romana terminó por sucumbir al Imperio con Octavio, después que César muriera por expresar abiertamente que él propugnaba ese giro. Y es muy probable que también veamos cómo China desplaza en los próximos 30 o 40 años a Estados Unidos como la primera potencia económica mundial; lo que inevitablemente será un desplazamiento de poder político, militar y cultural de una enorme envergadura.

Esto es lo que nos está tocando vivir. Otro cambio de época apasionante y lleno de convulsiones; esta globalización, con una trenza de oportunidades y amenazas.

En esas marejadas, yo creo que Chile puede ser como la Florencia del siglo XV: una república chica, sujeta a las tensiones y vaivenes de las grandes potencias que disputan la hegemonía, pero que con sabiduría y habilidad puede ser un faro de creatividad, de estabilidad y solvencia en tiempos difíciles.

Eso va a requerir un gran realismo, un sano espíritu pragmático y también un idealismo inspirador. Pero, el idealismo ingenuo o aquel que cree en la mera declaración genérica de valores puede ser muy peligroso e irresponsable.

Tercero, en nuestros diálogos y debates hay una confusión de términos y conceptos que creo necesario despejar.

La izquierda reemplazó la palabra “sistema” por “modelo”. Ya no habla de sistema, sino que ataca un modelo, en este caso el modelo neo-liberal. Es un nuevo eufemismo, como cuando se dejó de hablar del “pueblo” y se pasó a hablar de la “gente” y después de la “ciudadanía”. Ese lenguaje contagió también a la izquierda concertacionista.

Por el contrario, cuando escucho hablar a Eyzaguirre, por ejemplo, veo que él usa el concepto de modelo de un modo mucho más acotado: un qué y un cómo de las herramientas económicas de que dispone y usa. No está hablando del “sistema”, en su vieja categoría, sino de una articulación concreta de decisiones económicas. Por eso reivindica que él promueve un modelo muy distinto al neo-liberal. Despejada esa diferencia, el foco de la lógica de Eyzaguirre se traslada a la estrategia; esto es, a qué estrategia seguirá Chile en el futuro. Ese núcleo de las decisiones reemplaza las disquisiciones sobre “qué sistema” o “qué modelo” adoptar.

Me parece que el punto no es menor. En primer lugar, porque recurrentemente estamos hablando cosas muy distintas y, obviamente, no hay diálogo efectivo. En segundo lugar, porque ese juego semántico refleja un modo de ver el mundo que es necesario despejar.

Vivimos en la era del capitalismo y de la globalización; como aquellos que vivían en Europa el año 1.000 y estaban a mitad de camino de la Edad Media. No sé en qué plazos se hablará de otro cambio de ese tipo, aunque de hecho estamos en medio de un cambio de enorme envergadura.

Por eso, creo que la izquierda que siga hablando desde un discurso que busca ponerse fuera de estas tendencias mundiales, no tendrá un proyecto político consistente.

La discusión sobre la estrategia de Chile es, en cambio, del todo pertinente. Y en ese sentido, creo que podemos hablar de un modelo que haga la diferencia con la oferta neo-liberal.

Esto genera otra contradicción de naturaleza distinta. El discurso internacionalista de la izquierda vuelve a tener sentido y relevancia en la globalización: la gobernabilidad y el cuidado de los equilibrios de la globalización son su expresión política concreta. Pero también choca con los intereses nacionales o locales que esas mismas izquierdas defienden en sus países o regiones. Los debates que rodearon la guerra de Irak destaparon explícitamente esta realidad. Blair es un socialdemócrata, un hombre de izquierdas; pero es un líder inglés, y se pone del lado de los intereses geopolíticos de Inglaterra. Las negociaciones de libre comercio son otro ejemplo paradigmático de esta controversia.

En América Latina nos va a ocurrir algo similar. No podemos eludir la responsabilidad de tener un discurso sobre las estrategias de Chile, de un modo que en ocasiones será coincidente y en otras discrepante de las visiones de los demás países. “Lula” es un hombre de izquierda, sin duda, y también piensa en el liderazgo de Brasil en Latinoamérica. “Lula” hoy encarna un proyecto hegemónico de Brasil para la región. No lo digo como crítica; por el contrario, si no tuviera esa ambición no sería capaz de presidir Brasil ni de preservar la estabilidad de su gobierno. Más bien digo: ¡¡por suerte que tenemos una tradición de alianzas con Brasil!!

Nosotros tenemos que hacer lo propio y trazar nuestra visión del destino de Chile. Sin eso no seremos referencia para nadie, y nuestros propios valores perderán vigor.

Cuarto, creo que lo más esencial a la izquierda –y lo que más nos motiva- es la dignidad de las personas, más que la igualdad o no sólo la igualdad.

La dignidad tiene un valor adicional, porque nace del respeto y del afecto básico que funda la solidaridad entre las personas, pero también nace de la valoración de lo que cada ser humano es en sí mismo.

La igualdad es una utopía; fija un ideal que no se va a alcanzar, pero que sirve de guía. Como valor, ha tenido fuerza y legitimidad para sobrevivir a la debacle ideológica que lo enarboló y al desprestigio de las experiencias históricas que intentaron materializarlo. A pesar que esas historias y de que hoy respetamos la diferencia, no pensamos desde el igualitarismo y tampoco creemos que habrá una sociedad de iguales, la utopía de la igualdad sigue siendo respetable y querible para nosotros.

Con el tiempo, la igualdad ha devenido en otras expresiones que lo integran, pero relativizándolo: la igualdad de oportunidades, la igualdad de derechos, las igualdades de acceso, el discurso de las “esferas de la justicia”, etc. Renovó sus formulaciones, asumiendo sus limites. Pero, en ese propósito, también se volvió más conceptual.

En ese contexto, a mi juicio, la dignidad tiene más potencia y sentido de vida. La dignidad tiene algo que la hace más asible; involucra más directamente la condición humana. Envuelve una responsabilidad y el compromiso con uno mismo y con otros. Y, al mismo tiempo, el sentido de la dignidad también es capaz de respetar justas desigualdades y la libertad de las personas.

El clientelismo y el populismo sirven muchas veces a la igualdad, pero como estilo atropellan brutalmente la dignidad de las personas. Eso ocurre con populismos de izquierda y de derecha.

No desahucio la idea de igualdad, en absoluto; es parte de nuestro acervo histórico y del sentido común. Sin embargo, sostengo que también hay un fuerte sentido común en torno a la dignidad y que tiene un sustrato más esencial y complejo sobre la existencia de los seres humanos.

Creo que si exploramos ese camino, encontraremos más vitalidad política y profundidad de pensamiento para una agenda de futuro.

Dejo hasta aquí esta exposición. Quiero confesarles que mientras la preparaba, me veía en un diálogo con mis amigos; a ratos compartiendo, a veces dialogando y en otros momentos discutiendo rudamente, como se puede hacer con quienes uno quiere y confía. Hay también exploraciones, que no son ingenuas ni meramente reflexivas. Mi aspiración con estas notas es poner un foco en la acción, en la política. Yo creo en una ética de la acción, que se juega poniendo los valores en movimiento.


[1] Cuaderno de Notas a las Memorias de Adriano